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viernes, 10 de febrero de 2012

El Planeta de los Simios


      “¡Maniáticos, lo habéis destruido todo!”… gritaba Charlton Heston frente a una semienterrada Estatua de la Libertad en uno de los finales más impactantes de la historia del cine. El astronauta George Taylor, su personaje, acababa de descubrir que se encontraba en su hogar, ahora dominado por los simios y con los seres humanos mudos y esclavizados.
      Tras una pesadilla de dos horas, todos, descubrimos, atónitos, junto con Taylor, que nos encontramos en el mundo al revés. Profética resultó esta cinta de ciencia-ficción, con más ciencia que ficción, en vista de cómo están las cosas por nuestro adorado planeta Tierra.
      Pero vayamos por partes: La historia comienza cuando cuatro astronautas regresan a La Tierra tras un viaje de lo más complicado. La única mujer de la expedición ha muerto, ya se sabe que en este tipo de historias las mujeres, sobradamente preparadas, son prescindibles. Tras pasar por todo tipo de calamidades, los supervivientes descubren que se encuentra en un planeta extraño, donde la raza dominante son unos simios parlantes y dictatoriales que odian a los humanos, mudos y sumisos, a los que quieren exterminar. Tras luchar contra la sinrazón y el desprecio de los despóticos simios, Taylor, el único astronauta que queda con vida, logra huir a caballo, con la jamona de turno como nueva compañera, que al no hablar no le da problemas, para descubrir, dramáticamente, que se encontraba en La Tierra desde el principio.
      El film, protagonizado por un maduro y exhibicionista Charlton Heston, en lo que sería su último gran clásico, antes de meterse de lleno en todo tipo de epopeyas catastrofistas tan de los setenta, para acabar presidiendo la “carca” Asociación Nacional del Rifle Americano, es un verdadero prodigio de la anticipación y la sutileza.
      Los humanos permanecen mudos ante la pérdida de derechos y libertades, en una sociedad que ha cambiado radicalmente y donde los roles están invertidos, ¿les suena el argumento?
      El momento cumbre de tan rocambolesca historia es el juicio, inquisitorial, donde Taylor es interrogado por un grupo de simios legisladores que conocen, de sobra, la sentencia condenatoria de antemano. En realidad, no quieren ver, ni oír, ni hablar de nada, simplemente eliminar al elemento que les molesta. 
      Heston aprovecha la ocasión para enseñarnos el trasero, lo cual se agradece, el hombre desnudo frente al poder, aunque yo prefiero verlo como una muestra de lo que es la justicia cuando no es justicia, ¡un culo!
      Previamente nuestro protagonista había sido detenido en las calles de una aldea, sospechosamente parecida al Parque Güell, al grito de: “¡¡Quita tus sucias patas de encima, mono asqueroso!!… ¡esa lengua, Charlton!
      Quizá, si los monos hubiesen ido vestidos con trajes de Milano, a nuestro héroe no le hubiese parecido que iban tan cochinos.
      Y yo, como tantos otros, me encuentro viviendo, en estos momentos, como Taylor: no soy astronauta, pero mi cabeza está en la Luna, porque es tan feo lo que se nos está viniendo encima, que mejor pensar en el espacio exterior que en nuestras miserias cotidianas.
      Esperemos que el final de estos tiempos, extraños, que estamos contemplando, en primera persona, diste mucho de la apocalíptica estampa, fílmica, de nuestras simbólicas libertades enterradas y destruidas en una playa perdida, más allá de la Zona Prohibida.









jueves, 9 de febrero de 2012

Cinefilia a la luz de Luna


      La llegada del verano en El Puerto de Santa María de mi infancia, suponía varias cosas y todas buenas, léase: vacaciones, playa, piscina, tiempo libre y cine de verano. Y es seguro que mi pasión cinéfila nació de tantas y tantas noches bajo las estrellas estivales a la luz de los sonoros proyectores de los cines sin techo portuenses, sobre todo, el Colón y el Playa. Y es que te pongas como te pongas, no existe experiencia que supere una autentica sesión de cine de verano.
       Para que nos vayamos entendiendo, los profanos en la materia deben saber que el cine de verano suponía asumir una ceremonial rutina que sin ella una sesión de cine de verano no podía llamarse ¡¡¡autentico cine de verano!!!
       Para empezar, las películas debían ser viejas, desgastadas, con cortes, saltos y muchas rayas negras que crucen la pantalla. Si, además, la proyección se interrumpía, lo cual solía ocurrir a menudo, tocaba silbar y montar bronca como señal de protesta, aunque el tiempo de espera hasta que se reanudaba el espectáculo venía fenomenal para recargar la provisión de pipas, quicos, garbanzos y demás chuches, indispensable para el disfrute se una buena sesión cinéfaga a la fresca de la noche.
       Coger buen sitio dependía, obviamente, de lo puntual que fueras y de la popularidad del  programa elegido, y digo programa elegido, porque el autentico cine de verano tenía que ser de sesión doble: con una primera película, infantil o menos atractiva para empezar, y un broche final, con otra película más atrevida o moderna para adultos noctámbulos.
       Yo solía ver solo la primera película, para mi disgusto y frustración infantil, pero cuando, de cuando en cuando, me dejaban ver la segunda, eso, … eso era tocar el cielo, por no decir la hostia, que es lo que todos estabais esperando, ¿a que sí?
       La primera película, la mía, tenía el atractivo y peculiar hándicap de su hora de comienzo: la proyección, siempre, empezaba con luz diurna, y a medida que iba anocheciendo ibas viendo cada vez mejor las imágenes, paralelamente al avance del argumento. Hasta que, sin ni siquiera darte cuenta del momento, te percatabas que ya estabas en medio de la noche cerrada y los actores parecían tener caras de verdad, y no esa especie de difuminado semitransparente que les daba aspecto de etéreos espectros cuando reinaba la luz del crepúsculo.
       Ir al cine de verano implicaba salir de casa “no cenado”, porque lo “guay” era comerse el bocadillo en plena proyección. La ceremonia consistía en desenvolver las viandas que venían en su papel de periódico atrasado, el papel de aluminio todavía pertenecía al género de la ciencia-ficción, para, a continuación, cuando el estomago se encontraba saciado, iniciar el inevitable atracón de las ya nombradas pipas, sin cuyo sonido envolvente (me río yo del Dolby surround 7.1), el cine de verano, no era cine de verano.
       En el cine de verano se podía hablar, para que así alguien te pudiera hacer callar, se podía gritar, de hecho se gritaba, cuando el amigo retrasado, de turno, llegaba tarde, y le informabas sin ningún pudor de tú localización, donde él tenía su sitio reservado. Así sabías donde estaban los tuyos sin necesidad de GPS y esas chorradas.
       He tenido la inmensa suerte de poder haber visto en pantalla grande títulos como: Siete Novias para Siete Hermanos, Los Diez Mandamientos, El Planeta de los Simios o Ahí va ese Bólido gracias a estas sesiones estivales de cine al aire libre. También he presenciado títulos infumables como: La Batalla de los Simios Gigantes, Mazinger Z: El Robot de las Estrellas, La Marca del Escorpión o Maciste, el Invencible. Pero es que saber disfrutar con estas mamarrachadas ha sido, y sigue siendo, una de mis mejores cualidades como ser humano y como espectador crítico y con criterio.
       A lo largo de los últimos años ha habido tímidos intentos de vuelta a tan magnífica costumbre, pero sin el empaque de antaño.
      Mi última gran sesión de cine de verano, ¡verano!, la recuerdo en Hoyo de Manzanares, donde uno tenía que llevar su propia silla si no querías estar sentado en el suelo, ¡¡esto sí es categoría!!, y para ver La Cosa de John Carpenter, además, allá por el año 1984.
      Ahora, bien entrado en los cuarenta y muchos, sigo disfrutando, siempre que puedo, de este estupendo entretenimiento, en alguna sesión nostálgica, entre lo escaso de la oferta que hay de este tipo de eventos.
      Eso sí, con mi bocata y mi bebida de lata, como Dios manda. O Billy Wilder, que ya dijo Fernando Trueba.





miércoles, 1 de febrero de 2012

Super, Superman

        “Usted creerá que un hombre puede volar”, así de serios se pusieron en los cines las Navidades de 1978. Llegaba el hombre de acero y la diversión estaba asegurada.
       Los títulos de crédito cruzaban la pantalla a los acordes de unas notas sospechosamente parecidas a las de La guerra de las galaxias, ¿me habré equivocado de película?, pero no, por allí andaban Marlon Brando y alguna que otra vieja gloria conocida, estaba en el lugar correcto.
       Durante más de dos horas de deslumbrante espectáculo visual nos enteramos de que Superman era Jesucristo: su padre real está en los cielos, vino a la tierra en una estrella fugaz, encuentra unos padres adoptivos, virginales y modestos, de lo más santurrones, solo puede hacer el bien, su misión es salvar a la humanidad, ¿cómo?, con una buena ristra de milagros que van desde los vuelos supersónicos hasta ver a través de los objetos, pasando por la modificación del tiempo, una fuerza descomunal e incluso ¡¡la resurrección de los muertos!!...  pero si esto parece un “péplum” bíblico.
      Un aluvión de grandes estrellas plagaba el reparto, pero todos en papeles secundarios en plan carcamales que mueren en las primeras escenas. Los que de verdad estaban a la altura de las circunstancias eran los protagonistas, la mayoría, desconocidos a punto de consagrarse.
      La chica era fea, porque Lois era fea, reconozcámoslo, pero de lo más simpática y dicharachera y tan echá pa´lante que acaba enamorándonos a todos. El chico parecía recién llegado de Kripton, sano, apuesto, varonil, nunca pudimos imaginar un Superman más perfecto. El malo se medía en igualdad de condiciones con el héroe: Gene Hackman, siempre será Lex Luthor, calvo o con peluca, por los siglos de los siglos. Y sus secuaces, el torpe Otis y la exuberante señorita Teschmacher daban el contrapunto cómico y erótico en este pastel cinéfilo.
       La “supermanía” invadió las pantallas y los corazones de muchos niños y adolescentes, que vibramos con la película, coleccionamos los cromos del álbum y soñamos con volar algún día. Incluso Miguel Bosé se desmelenó voceando aquello de Super, Superman, don’t you understand we love you, embutido en unos leotardos imposibles y unos calentadores de lo más ¿rompedores?, marcando paquete al tiempo que declaraba su amor por nuestra inefable Anita Obregón.
      Nos aclararon en televisión que el vuelo de Superman se debía a los efectos especiales, bastante flojos en algunos momentos, por cierto,  pues parece ser que algún crío saltó por la ventana emulando al protagonista.
      Posteriormente, algo parecido a una leyenda negra empezó a planear sobre la película en forma de maldición cuando supimos que nuestra Lois Lane favorita vagabundeaba, medio loca, por las calles de Los Ángeles sin memoria y sin dinero.
      Y un día nos llegó la terrible noticia de un fatal accidente de equitación donde nuestro héroe, sin par, se fracturó la columna vertebral quedando paralizado y postrado en una silla de ruedas sin posibilidad de cura. Aquí demostró que el verdadero Superman sí existía, no dejando de luchar para volver a andar e iniciando una campaña de concienciación para la investigación con células madre como único camino de cura en lesiones medulares.
      Luchó hasta el fin pero no pudo ganar esa batalla, fue su kriptonita particular, aunque nos dejó un importante legado, motivo de controversia, sobre si es ética o no la experimentación con células madre.
       Tristemente este debate sigue abierto mientras miles de personas, auténticos “supermanes” de nuestros días, esperan que políticos, investigadores y, sobre todo, ideologías se pongan de acuerdo y luchen juntos, al alimón, en buscar una esperanza para esta terrible tragedia.
      Hasta el momento, ni Jor-El ni el mismísimo Dios, han logrado que nuestras conciencias se pongan de acuerdo.






martes, 31 de enero de 2012

¿Has visto lo que ha hecho la cochina de tu hija?


      Una niña, de espaldas, gritando como una loca, una madre que entra en un dormitorio a ver que ocurre, de repente, una cabeza, la de la niña, gira 180 grados para que de un rostro deformado, que en nada se parece al de una niña, sale una voz ronca y oscura que dice: ¿has visto lo que ha hecho la cochina de tu hija?... en ese mismo momento decidí que tenía que salirme del cine si esa noche quería pegar ojo.
      Corría el año 1974 y con tan solo “diez años” me colé a ver El Exorcista, la película del momento. Menos mal que fui acompañado de un amigo, mucho más valiente que yo, que se cuadró y me dijo: ¡de eso nada!, que él había pagado su entrada y que nos quedábamos a verla hasta el final. Así que no me quedó más remedio que tragarme la película entera… y estuve toda la semana durmiendo con mi hermana.
       En esa semana de insomnio lo que más me aterraba era que la cama empezara a moverse, preludio certero de que a continuación iba a ser poseído por un demonio o algo peor, igual que ocurría en la pantalla. Cuando me di cuenta que la cama no se movía volví a dormir en mi cuarto y hasta hoy no he sido victima de ningún ataque sobrenatural… ¡mi vida no es de cine!
      Mucho antes de poder ver la famosa película, ya sabía de esta historia de demonios y posesiones, por el libro, que hacía tiempo había salido al mercado y se lo estaba leyendo una amiga de mi hermana, la cual, puntual y explícitamente, nos iba contando, capítulo por capítulo, lo que iba ocurriendo. A mí me daba tanto miedo escucharla que solo pensar en la palabra exorcista me producía escalofríos, pero me podía más el “morbo” por la historia que el terror que me producía, así que sufrí todas las noches hasta que acabó el relato.
      Luego, me di cuenta, que por televisión empezaron a anunciar el libro junto con otros dos best-sellers, Banco y Odessa, pero era cuando pregonaban “El Exorcista”,  que me entraba un “canguele” que no podía controlar .
        Así que cuando, por fin, llegó la película, precedida de una fuerte campaña de promoción y de un buen montón de noticias sensacionalistas que hablaban de muertes durante la proyección, ataques de pánico colectivos y posesiones reales en los cines donde se pasaba, sabía que era inevitable ir a verla. A pesar de ser menor de edad y del riesgo que corría mi integridad física. Todo podía ocurrir, pues el diablo mismo, en persona, era el protagonista del filme.
        Al final aguanté el tipo y me enfrenté a sus impactantes imágenes, no me quedó otro remedio, gracias a mi acompañante-amigo, hasta el final; sufriendo-gozando con las aventuras y desventuras de la pobre niña poseída que vomitaba puré de guisantes, se clavaba crucifijos, ponía los ojos en blanco y decía más tacos que Camilo José Cela, Alfonso Ussía y Arturo Pérez Reverte juntos.
      Los años le han sentado muy bien a este clásico del cine, que ha asentado sus truculentos efectos, dejando de manifiesto que su historia no es más que un canto a la maternidad más radical, con esa progenitora, sola y divorciada, desesperada por salvar a su hija de las garras del maligno. La niña se transforma en demonio, metáfora, sin duda, de los cambios y peligros de la adolescencia y del paso a la edad madura, donde se esfuma la inocencia de la niñez, ¡toma ya!… superad esta interpretación, si sois capaces.
      También resultó profético que la niña protagonista del filme se llamase Regan, “casi” como el futuro presidente de los EEUU, encarnación del mismísimo demonio para muchos, y/o que al comienzo del film, Regan tuviese afición a modelar simpáticos muñequitos, uno de ellos, por cierto, clavado al horroroso Curro, mascota de la semi-olvidada “Expo” Sevilla 92, toda una señal del Averno, sin duda.
      Señales aparte, el hito que supusieron sus tremendas imágenes aun sigue vigente, aunque simplemente sea como momento “kitsch” en los Pasajes del Terror de los Parques de Atracciones o como fondo de pantalla en ordenadores y móviles para adolescentes.
      … ¡¡Si el demonio levantara la cabeza!!!




martes, 24 de enero de 2012

Apuntes sobre la Caja Tonta

      Tengo tres televisiones en mi casa, una el salón, otra en la cocina y la tercera en el dormitorio, pero es que solo tengo esas tres estancias en mi casa; bueno, también tengo un cuarto de baño, pero no lo consideraré estancia por aquello de que no tiene televisor. Paradójicamente, soy una de esas personas que declara abiertamente que apenas ve televisión. Con lo cual, no me queda más remedio que concluir que, o bien soy un mentiroso o soy tonto. Como yo de mentiras, las justas, debo ser idiota. ¡Qué triste!
      Todavía recuerdo como en mi casa de antaño, siendo niño y cuatro de familia, solo teníamos una televisión, la del salón… y ¡¡¡en blanco y negro!!!
      En las noches invernales nos reuníamos en torno a la estufa catalítica, la cual me encantaba encender, para ver pasar sus rectángulos incandescentes de un azul celeste, inicial, a un naranja intenso cuando se había alcanzado el máximo de calor. Esta visión era, casi, tan entretenida como la del programa que nos tocaba ver,  ya que, pusieran lo que pusieran, por la noche en mi casa se veía la tele.      
      Como, además, resultaba que vivíamos en provincias, padecíamos la “marginatoria” vejación de ver tan solo un canal, la primera cadena. Ese era uno de los mayores dramas de no habitar en la capital, o alrededores, que no llegaba la muy misteriosa y ansiada segunda cadena, o “UHF”, nombre mucho más sonoro y rotundo para tan deseado anhelo. El otro gran drama de los provincianos era que no teníamos ni Corte Inglés, ni Galerías Preciados. Y es que hubo un tiempo, ya lejano, en el que estos dos “Grandes Almacenes” competían en rebajas y anuncios televisivos. Lo mismo que en la Tierra Media hubo un tiempo en el que los Hobbits vivían felices y en paz.
        Se sabe que la televisión llegó para revolucionar hábitos y costumbres y como todo hecho tecnológico, siempre, estuvo sujeta a continuos cambios, y el primero y más significativo que recuerdo, fue la llegada del color. Porque como ya dije, yo soy de los que empecé a ver la tele en blanco y negro.
         La primera televisión, en color, que conocí fue la de una amiga de una amiga que ni siquiera era amiga mía, pero que, por esas circunstancias de aquello de que “por el interés te quiero Andrés”, se convirtió en la persona a visitar, obligatoriamente, todos los sábados y domingos después de comer, tras una peregrinación de media hora, desde mi puerta a su puerta, como si de una copla se tratara, para ver el capitulo semanal de Heidi y/o La Casa de la Pradera, dos de los grandes “hits” televisivos del momento.
         En esa casa extraña nos reuníamos unos quince niños, sentados por el suelo, que llegábamos, veíamos el programa, y adiós, hasta la semana que viene. ¡Cosas de la convivencia!
         Los programas que se emitían los fines de semana después del telediario marcaron a más de una generación, y si no, ahí va esta retahíla como muestra: La Pantera Rosa, Los Picapiedras, Sandokan, Orzowei, Mazinger Z o la muy extraña y bizarra, Pipi Calzaslargas, suecos tenían que ser.
        Y es que la tele siempre tuvo su punto extravagante, bien fuera en su programación o sencillamente por su sola existencia. Si ir más lejos, aquello de los dos rombos. No deja de ser tremendo el hecho de que las emisiones para adultos se señalaran con tan característicos símbolos y se creara toda una mitología, morbosa, alrededor de esa simple figura geométrica. Y no solo fue que dos rombos se convirtieran en el paradigma de lo “no permitido” sino que generó una frase tópica en todos los hogares de España: “Niños, dos rombos, a la cama”
        Claro que, irse a al cama por culpa de los dos rombos, no era nada comparado con te mandaran a dormir unos dibujos animados que empezaron con la Familia Telerín, que se iban tempranísimo a la piltra porque querían descansar para poder madrugar, y acabaron con el Monstruo Casimiro que se lavaba los dientes con mucha pastita y agua corriente.
        Por supuesto que yo, junto a mi familia, viví intensamente grandes momentos televisivos: intentamos doblar cucharas y tenedores junto a Uri Geller y José María Iñigo, o seguimos los dictámenes del Doctor Rosado que aconsejaba cepillarse el dedo gordo del pié para aprobar las matemáticas, ¡literal!.
        Pero mi techo de surrealismo catódico fue el vivido durante los Mundiales de Fútbol de Alemania 74, cuando llegó a casa una segunda televisión, portátil, con antenas de cuerno y todo, con la que se pudieron ver los partidos retransmitidos en domingo desde la playa, enchufando el práctico electrodoméstico a la batería del coche, en una estampa digna de la mejor película de Alfredo Landa.
        La televisión, en España, perdió su inocencia un 23 de febrero de mil novecientos ochenta y uno, cuando mostró su cara más tremenda en vivo, en directo y en tiempo real. Claro, que ya sabíamos que la caja tonta no era tan tonta cuando aparecía mostrando al mundo que la vida en Vietnam o en Etiopía no era como un capitulo de Heidi o La Casa de Pradera.

        Ya se sabe, la realidad siempre superó a la ficción.



jueves, 5 de enero de 2012

Cuero, baile y… ¡brillantina!

       Me siento encerrado en un bucle temporal, como si del día de la marmota se tratara, y por más que intento salir de él, me despierto y vuelvo al mismo sitio, los años 70, mi década prodigiosa. Y fue que dando, ya, sus últimos coletazos hubo un evento que me transfiguró del todo, y emulando a la hija de Julio Iglesias, si Chabeli pasó de niña a mujer, yo, que no iba a ser menos, pasé de niño a bailón.
      Corría el año 1978 y llegaba a las carteleras españolas Grease.
      Para quien no lo sepa, Grease se estrenó en Broadway como musical escénico en 1971 y, en su momento, fue el espectáculo de mayor éxito por aquellos lares. Cuando llegó al cine, ya, llevaba ocho años representándose en los escenarios pero, para su adaptación cinematográfica, se cambió sensiblemente el argumento. Dejó de ser un espectáculo coral para pasar a tener unos protagonistas claros y, sobre todo, se modificaron algunas canciones; muchos de los números musicales del show original se oirían de fondo y se añadirían algunos temas, los más potentes, para los protagonistas.
      La elección del reparto fue uno de los mayores aciertos del film. Aunque la mayoría de los intérpretes rondaba, ya, la treintena y tenían que representar a unos adolescentes a punto de graduarse en el instituto, poco importó que, a pesar del esfuerzo interpretativo, no dieran el pego. En la mente de los espectadores que, masivamente, disfrutamos desde nuestras butacas con las andanzas Sandy, Danny y compañía, se produjo, como por arte de magia, el milagro y todos, o la gran mayoría, nos tragamos el desfase generacional.
          John Travolta, el protagonista de todo este embrollo, ya venía maleado de las pistas de baile, tras arrollar un año antes con Fiebre del Sábado Noche, otro mega-éxito fílmico-discográfico de los que marcan época. Su interpretación de Danny, el líder chulito del instituto Rydell, suponía su revalida particular, y la pasó con matrícula de honor. Quitarse de encima a Tony Manero, su anterior personaje, parecía misión imposible, pero lo consiguió, vaya si lo consiguió. Así que continuó decorando las carpetas de las adolescentes de medio mundo un año más.
         La chica, Sandy, la interpretaba Olivia Newton-John, una perfecta desconocida para mí, y para media España, hasta ese momento. Su transformación de “niña buena que no ha roto un plato en su vida” a “malona de cuero ceñido” figura, en el inconsciente colectivo de toda una generación, como uno de los grandes momentos que trae la pubertad. Olivia no estaba “buenorra”, estaba ¡¡buenerrima!!
         El resto del reparto quedó a la altura de los protagonistas: Rizzo, Frenchy, Kenickie, Cha-Cha, el ángel, ese, que cantaba entre luces blancas, los profesores… todos sin excepción, incluyendo a un musculado Lorenzo Lamas que se paseó por Rydell unos años antes de hacer el macarra en el Valle de Tuscay mientras recolectaba uvas para sus bodegas en Falcon Crest.
         La proyección de esta película en el Cine Macario de mi querido Puerto, fue el acontecimiento del año. La mozas que fueran, enteras, de cuero negro, entraban gratis. Y a pesar de que en mi pueblo las películas, solo, duraban una semana en cartel, Grease duro dos, así que fui a verla varias veces.
          Su banda sonora es parte de la banda sonora de mi vida, y de la de muchos. ¿Quién no cantó aquello de “Ai Ca Chuuuu An Multiplallin” o “Cachu mor, cachu mor, tiroriro rara…”? Yo, incluso, me preparé alguna que otra coreografía, como la de Travolta subido en el coche “Grease lighting”, con mi prima Blanca; con tan mala suerte que cuando fuimos a representarla, de un rodillazo, me partí el labio frente a toda mi familia.
          Con el tiempo, Grease ha ido mejorando, como el buen vino. Sus pases por televisión padecen el mismo “síndrome”, extraño, de Pretty Woman o Ghost, la gente vuelve a engancharse al televisor, una y otra vez, y sus canciones nunca han dejado de sonar. Yo creo que los críos, ya, nacen con alguna canción de la película escrita en su código genético, por eso son tan reconocibles.
           El verano de 2011, tuve la suerte de poder organizar en mi “otro” pueblo, Cardeñosa, unas sesiones de cine musical. La clausura se hizo con Grease. Se pidió a la gente que vinieran disfrazados como los personajes de la película o inspirados en ella. Sorprendentemente, la gente respondió de forma, todo lo entusiasta que el carácter castellano permite. A los veinte minutos de proyección, una tormenta de verano acabó con el evento. Pero, por petición popular, se repitió la proyección dos días más tarde. Esta, coincidía con la final de la “Supercopa”, Madrid-Barça, aún así, llenamos.
          A esto, es lo que se le llama… ¡¡¡¡un clasicazo!!!!
       
                  



martes, 3 de enero de 2012

¡¡¡APRECA!!!



         Un año más, ha pasado la Navidad y en plena resaca post-navideña con, todavía, los Reyes y las Rebajas pendientes y por delante, me encuentro sumido en plena reflexión, cuan jornada pre-electoral cualquiera, para darme cuenta, como siempre, que en estos días tan alumbrados y bulliciosos, como siempre, no he tenido tiempo para nada, como siempre, a pesar de haberme reservado, como siempre, unas breves vacaciones y de haber hecho, previamente, un extraordinariamente bien detallado y magnifico “planin” de actividades diversas; todas ellas lúdicas, educativas, edificantes y entretenidas. Finalmente compras, familia y, sobre todo, comidas de la más diversa índole han ocupado mi  bien estructurado tiempo, para observar con entera decepción que en la semana que va del 24 de diciembre al 1 de enero del año posterior, no he hecho nada de lo tenía tan bien planificado y, además, mi peso a aumentado dos kilos.
        Y la pregunta que flota en el aire es la de “siempre”… ¿por qué?
        Adelanto, para los más susceptibles, que a mí me gustan las Navidades, o sea, que no soy de esos resentidos que odian tan señaladas fechas. No, no, a mí me gustan. Tantas luces horteras por las calles de nuestras ciudades, a pesar de las crisis y los recortes, tantos arrebatos de buenos deseos y mejores intenciones, tantas colas en Doña Manolita, y tanta gente desatada, en plan, compremos toda clase de tonterías que no sirven para nada, pero comprémoslas, que para el año que viene volveremos a comprar lo mismo, ya que no tuve la previsión, ni la intención, de guardarlo aunque "el año que viene será lo mismo".
         Porque, ¿en qué otras fechas puedes ver por la calle a tantas gentes con cuernos de reno sobre sus cabezas?, ¿en que otro momento puedes disfrutar  con cientos de familias, enteras, con pelucas sintéticas, cada cual más fea, sobre sus orgullosas testas? Sí amigos, sí, las Navidades traen consigo una pérdida patológica de pudor colectivo. Yo quiero que todo el año sea Navidad.
         Para ir abriendo boca, intuimos que la Navidad se acerca cuando se empiezan a convocar las tan tradicionales comidas con compañeros y ex-compañeros laborales. Tras una clavada monumental el tan característico banquete se alargará hasta altas horas, para comprobar que ese jefe tan serio que tienes, en realidad, es un colega de “puta madre”, amén de un alcohólico en potencia y un salido. Pero, bueno, un día es un día.
         El pistoletazo de salida, definitivo, viene dado por los cánticos de los niños y niñas del Colegio de San Ildefonso, cuando comprobamos que la corazonada que teníamos de que este año iba a caer algo en la Lotería, no estuvo acertada, y que, además, a pesar de que han estado toda la mañana diciendo números, no han dicho ninguno de los que tú llevas, y que el gordo, “nunca” acaba como tu décimo. Bueno, al menos tenemos salud.
           Y, ya, a dos días de la Nochebuena con todo perfectamente pactado y planificado, nos metemos en faena.
          La comida de Navidad y, más aun, la cena de Nochebuena, traen consigo un despliegue de actividades negociadoras y diplomáticas entre la familia propia y la familia política, de la mayoría de los mortales que cometemos el flagrante error de vivir en pareja, que ya la quisieran para sí nuestros representantes políticos más avispados.
         Si comemos aquí, cenamos allá. ¿Pero, cómo, que se apuntan también éstos? Pues tan estos son estos como estos otros, que me dijo el otro día una compañera.
         Con lo a gusto que se cena solo y ligero o, en su defecto, como todos los días.
         Compras, compras y más compras, en un furibundo arrebato de consumismo masivo, es lo que se hace, básicamente, en los tradicionales paseos por la Puerta del Sol madrileña y sus aledaños, con paradas obligatorias en mamarrachadas tipo Cortilandia, que cada año está más pobretona y fea, o en esa especie de Árbol de Navidad, diseño Ágata Ruiz de la Prada, que han plantado en el centro de nuestra más característica plaza. La gente lo fotografía, compulsivamente, por dentro y por fuera… ya tenemos nueva tradición. Esa especie de “cono indescriptible” hace echar de menos las talas masivas de abetos de toda la vida, y eso que “yo” soy ecologista. Aunque, la guinda y colmo del exotismo en decoración navideña, son los crípticos luminosos con los que nos saludan, de unos años a esta parte, en las muy céntricas y comerciales arterias que rodean la Puerta de Sol. Unos “muy” enigmáticos “APRECA”, se leen en todas las entradas y salidas de estas calles, deprimentemente decoradas, por otra parte. “Feliz Navidad” en algún idioma extraterrestre, sin duda… ¡la invasión es inminente!
          Como se acerca la salida del Año Viejo y entrada del Año Nuevo, hay que prepararse para lo peor. La noche del 31 de diciembre, divertirse es obligado, que si no vas listo.
          Tras cumplir con la, insólita, ceremonia de “atrangantarse” con doce uvas, llevando algo de oro, ropa interior roja y brindar con cava, aunque no te guste, empieza la obligada juerga nocturna o el visionado de unos especiales televisivos que desafortunadamente... ¡¡ya no son lo que eran!!. Todo hay que decirlo.
          El inexorable paso del tiempo trae consigo traumáticos cambios de usos y costumbres. Y así, se producen evoluciones tan impredecibles como inevitables. De pronto, Raphael desaparece de la parrilla televisiva y es sustituido por un, más juvenil, David Bisbal, trauma que está al mismo nivel que los trasvases de Ana Obregón por Anne Igartiburu o Ramón García por José Mota. Esto es como las nuevas tecnologías, todo va a una velocidad de vértigo.
           Yo escribo estas líneas tras haber pasado otra “inolvidable” noche de Fin de Año, de baile, uvas y cava, como siempre. Así que siendo tradicional, como soy, os deseo a todos un ¡¡¡MUY FELIZ 2012!!!...  y muchas entradas en mi blog.
           Nota: el otro día descubrí que “APRECA” significa Asociación de Comerciantes de Preciados y Carmen. La invasión extraterrestre queda, de momento, descartada.
           ¡¡Con las ganas que tenía!!