Tengo tres televisiones en mi casa, una el salón, otra en la cocina y la tercera en el dormitorio, pero es que solo tengo esas tres estancias en mi casa; bueno, también tengo un cuarto de baño, pero no lo consideraré estancia por aquello de que no tiene televisor. Paradójicamente, soy una de esas personas que declara abiertamente que apenas ve televisión. Con lo cual, no me queda más remedio que concluir que, o bien soy un mentiroso o soy tonto. Como yo de mentiras, las justas, debo ser idiota. ¡Qué triste!
Todavía recuerdo como en mi casa de antaño, siendo niño y cuatro de familia, solo teníamos una televisión, la del salón… y ¡¡¡en blanco y negro!!!
Todavía recuerdo como en mi casa de antaño, siendo niño y cuatro de familia, solo teníamos una televisión, la del salón… y ¡¡¡en blanco y negro!!!
En las noches invernales nos reuníamos en torno a la estufa catalítica, la cual me encantaba encender, para ver pasar sus rectángulos incandescentes de un azul celeste, inicial, a un naranja intenso cuando se había alcanzado el máximo de calor. Esta visión era, casi, tan entretenida como la del programa que nos tocaba ver, ya que, pusieran lo que pusieran, por la noche en mi casa se veía la tele.
Como, además, resultaba que vivíamos en provincias, padecíamos la “marginatoria” vejación de ver tan solo un canal, la primera cadena. Ese era uno de los mayores dramas de no habitar en la capital, o alrededores, que no llegaba la muy misteriosa y ansiada segunda cadena, o “UHF”, nombre mucho más sonoro y rotundo para tan deseado anhelo. El otro gran drama de los provincianos era que no teníamos ni Corte Inglés, ni Galerías Preciados. Y es que hubo un tiempo, ya lejano, en el que estos dos “Grandes Almacenes” competían en rebajas y anuncios televisivos. Lo mismo que en la Tierra Media hubo un tiempo en el que los Hobbits vivían felices y en paz.
Se sabe que la televisión llegó para revolucionar hábitos y costumbres y como todo hecho tecnológico, siempre, estuvo sujeta a continuos cambios, y el primero y más significativo que recuerdo, fue la llegada del color. Porque como ya dije, yo soy de los que empecé a ver la tele en blanco y negro.
La primera televisión, en color, que conocí fue la de una amiga de una amiga que ni siquiera era amiga mía, pero que, por esas circunstancias de aquello de que “por el interés te quiero Andrés”, se convirtió en la persona a visitar, obligatoriamente, todos los sábados y domingos después de comer, tras una peregrinación de media hora, desde mi puerta a su puerta, como si de una copla se tratara, para ver el capitulo semanal de Heidi y/o La Casa de la Pradera, dos de los grandes “hits” televisivos del momento.
En esa casa extraña nos reuníamos unos quince niños, sentados por el suelo, que llegábamos, veíamos el programa, y adiós, hasta la semana que viene. ¡Cosas de la convivencia!
Los programas que se emitían los fines de semana después del telediario marcaron a más de una generación, y si no, ahí va esta retahíla como muestra: La Pantera Rosa, Los Picapiedras, Sandokan, Orzowei, Mazinger Z o la muy extraña y bizarra, Pipi Calzaslargas, suecos tenían que ser.
Y es que la tele siempre tuvo su punto extravagante, bien fuera en su programación o sencillamente por su sola existencia. Si ir más lejos, aquello de los dos rombos. No deja de ser tremendo el hecho de que las emisiones para adultos se señalaran con tan característicos símbolos y se creara toda una mitología, morbosa, alrededor de esa simple figura geométrica. Y no solo fue que dos rombos se convirtieran en el paradigma de lo “no permitido” sino que generó una frase tópica en todos los hogares de España: “Niños, dos rombos, a la cama”
Claro que, irse a al cama por culpa de los dos rombos, no era nada comparado con te mandaran a dormir unos dibujos animados que empezaron con la Familia Telerín, que se iban tempranísimo a la piltra porque querían descansar para poder madrugar, y acabaron con el Monstruo Casimiro que se lavaba los dientes con mucha pastita y agua corriente.
Por supuesto que yo, junto a mi familia, viví intensamente grandes momentos televisivos: intentamos doblar cucharas y tenedores junto a Uri Geller y José María Iñigo, o seguimos los dictámenes del Doctor Rosado que aconsejaba cepillarse el dedo gordo del pié para aprobar las matemáticas, ¡literal!.
Pero mi techo de surrealismo catódico fue el vivido durante los Mundiales de Fútbol de Alemania 74, cuando llegó a casa una segunda televisión, portátil, con antenas de cuerno y todo, con la que se pudieron ver los partidos retransmitidos en domingo desde la playa, enchufando el práctico electrodoméstico a la batería del coche, en una estampa digna de la mejor película de Alfredo Landa.
La televisión, en España, perdió su inocencia un 23 de febrero de mil novecientos ochenta y uno, cuando mostró su cara más tremenda en vivo, en directo y en tiempo real. Claro, que ya sabíamos que la caja tonta no era tan tonta cuando aparecía mostrando al mundo que la vida en Vietnam o en Etiopía no era como un capitulo de Heidi o La Casa de Pradera.
Muy buen artículo Julio. Porque aunque algunas de las escenas las he vivido en posteriores reposiciones me he partido de la risa imaginando a un Hobbit atravesando la Tierra Media camino del Corte Inglés y, reordando lo mal que me caía Pipi (esa niña horrorosa que hacía cosas por las que a los demás nos castigaría de por vida).
ResponderEliminarComo siempre un 11 sobre 10