La llegada del verano en El Puerto de Santa María de mi infancia, suponía varias cosas y todas buenas, léase: vacaciones, playa, piscina, tiempo libre y cine de verano. Y es seguro que mi pasión cinéfila nació de tantas y tantas noches bajo las estrellas estivales a la luz de los sonoros proyectores de los cines sin techo portuenses, sobre todo, el Colón y el Playa. Y es que te pongas como te pongas, no existe experiencia que supere una autentica sesión de cine de verano.
Para que nos vayamos entendiendo, los profanos en la materia deben saber que el cine de verano suponía asumir una ceremonial rutina que sin ella una sesión de cine de verano no podía llamarse ¡¡¡autentico cine de verano!!!
Para empezar, las películas debían ser viejas, desgastadas, con cortes, saltos y muchas rayas negras que crucen la pantalla. Si, además, la proyección se interrumpía, lo cual solía ocurrir a menudo, tocaba silbar y montar bronca como señal de protesta, aunque el tiempo de espera hasta que se reanudaba el espectáculo venía fenomenal para recargar la provisión de pipas, quicos, garbanzos y demás chuches, indispensable para el disfrute se una buena sesión cinéfaga a la fresca de la noche.
Coger buen sitio dependía, obviamente, de lo puntual que fueras y de la popularidad del programa elegido, y digo programa elegido, porque el autentico cine de verano tenía que ser de sesión doble: con una primera película, infantil o menos atractiva para empezar, y un broche final, con otra película más atrevida o moderna para adultos noctámbulos.
Yo solía ver solo la primera película, para mi disgusto y frustración infantil, pero cuando, de cuando en cuando, me dejaban ver la segunda, eso, … eso era tocar el cielo, por no decir la hostia, que es lo que todos estabais esperando, ¿a que sí?
La primera película, la mía, tenía el atractivo y peculiar hándicap de su hora de comienzo: la proyección, siempre, empezaba con luz diurna, y a medida que iba anocheciendo ibas viendo cada vez mejor las imágenes, paralelamente al avance del argumento. Hasta que, sin ni siquiera darte cuenta del momento, te percatabas que ya estabas en medio de la noche cerrada y los actores parecían tener caras de verdad, y no esa especie de difuminado semitransparente que les daba aspecto de etéreos espectros cuando reinaba la luz del crepúsculo.
Ir al cine de verano implicaba salir de casa “no cenado”, porque lo “guay” era comerse el bocadillo en plena proyección. La ceremonia consistía en desenvolver las viandas que venían en su papel de periódico atrasado, el papel de aluminio todavía pertenecía al género de la ciencia-ficción, para, a continuación, cuando el estomago se encontraba saciado, iniciar el inevitable atracón de las ya nombradas pipas, sin cuyo sonido envolvente (me río yo del Dolby surround 7.1), el cine de verano, no era cine de verano.
En el cine de verano se podía hablar, para que así alguien te pudiera hacer callar, se podía gritar, de hecho se gritaba, cuando el amigo retrasado, de turno, llegaba tarde, y le informabas sin ningún pudor de tú localización, donde él tenía su sitio reservado. Así sabías donde estaban los tuyos sin necesidad de GPS y esas chorradas.
He tenido la inmensa suerte de poder haber visto en pantalla grande títulos como: Siete Novias para Siete Hermanos, Los Diez Mandamientos, El Planeta de los Simios o Ahí va ese Bólido gracias a estas sesiones estivales de cine al aire libre. También he presenciado títulos infumables como: La Batalla de los Simios Gigantes, Mazinger Z: El Robot de las Estrellas, La Marca del Escorpión o Maciste, el Invencible. Pero es que saber disfrutar con estas mamarrachadas ha sido, y sigue siendo, una de mis mejores cualidades como ser humano y como espectador crítico y con criterio.
A lo largo de los últimos años ha habido tímidos intentos de vuelta a tan magnífica costumbre, pero sin el empaque de antaño.
Mi última gran sesión de cine de verano, ¡verano!, la recuerdo en Hoyo de Manzanares, donde uno tenía que llevar su propia silla si no querías estar sentado en el suelo, ¡¡esto sí es categoría!!, y para ver La Cosa de John Carpenter, además, allá por el año 1984.
Ahora, bien entrado en los cuarenta y muchos, sigo disfrutando, siempre que puedo, de este estupendo entretenimiento, en alguna sesión nostálgica, entre lo escaso de la oferta que hay de este tipo de eventos.
Para que nos vayamos entendiendo, los profanos en la materia deben saber que el cine de verano suponía asumir una ceremonial rutina que sin ella una sesión de cine de verano no podía llamarse ¡¡¡autentico cine de verano!!!
Para empezar, las películas debían ser viejas, desgastadas, con cortes, saltos y muchas rayas negras que crucen la pantalla. Si, además, la proyección se interrumpía, lo cual solía ocurrir a menudo, tocaba silbar y montar bronca como señal de protesta, aunque el tiempo de espera hasta que se reanudaba el espectáculo venía fenomenal para recargar la provisión de pipas, quicos, garbanzos y demás chuches, indispensable para el disfrute se una buena sesión cinéfaga a la fresca de la noche.
Coger buen sitio dependía, obviamente, de lo puntual que fueras y de la popularidad del programa elegido, y digo programa elegido, porque el autentico cine de verano tenía que ser de sesión doble: con una primera película, infantil o menos atractiva para empezar, y un broche final, con otra película más atrevida o moderna para adultos noctámbulos.
Yo solía ver solo la primera película, para mi disgusto y frustración infantil, pero cuando, de cuando en cuando, me dejaban ver la segunda, eso, … eso era tocar el cielo, por no decir la hostia, que es lo que todos estabais esperando, ¿a que sí?
La primera película, la mía, tenía el atractivo y peculiar hándicap de su hora de comienzo: la proyección, siempre, empezaba con luz diurna, y a medida que iba anocheciendo ibas viendo cada vez mejor las imágenes, paralelamente al avance del argumento. Hasta que, sin ni siquiera darte cuenta del momento, te percatabas que ya estabas en medio de la noche cerrada y los actores parecían tener caras de verdad, y no esa especie de difuminado semitransparente que les daba aspecto de etéreos espectros cuando reinaba la luz del crepúsculo.
Ir al cine de verano implicaba salir de casa “no cenado”, porque lo “guay” era comerse el bocadillo en plena proyección. La ceremonia consistía en desenvolver las viandas que venían en su papel de periódico atrasado, el papel de aluminio todavía pertenecía al género de la ciencia-ficción, para, a continuación, cuando el estomago se encontraba saciado, iniciar el inevitable atracón de las ya nombradas pipas, sin cuyo sonido envolvente (me río yo del Dolby surround 7.1), el cine de verano, no era cine de verano.
En el cine de verano se podía hablar, para que así alguien te pudiera hacer callar, se podía gritar, de hecho se gritaba, cuando el amigo retrasado, de turno, llegaba tarde, y le informabas sin ningún pudor de tú localización, donde él tenía su sitio reservado. Así sabías donde estaban los tuyos sin necesidad de GPS y esas chorradas.
He tenido la inmensa suerte de poder haber visto en pantalla grande títulos como: Siete Novias para Siete Hermanos, Los Diez Mandamientos, El Planeta de los Simios o Ahí va ese Bólido gracias a estas sesiones estivales de cine al aire libre. También he presenciado títulos infumables como: La Batalla de los Simios Gigantes, Mazinger Z: El Robot de las Estrellas, La Marca del Escorpión o Maciste, el Invencible. Pero es que saber disfrutar con estas mamarrachadas ha sido, y sigue siendo, una de mis mejores cualidades como ser humano y como espectador crítico y con criterio.
A lo largo de los últimos años ha habido tímidos intentos de vuelta a tan magnífica costumbre, pero sin el empaque de antaño.
Mi última gran sesión de cine de verano, ¡verano!, la recuerdo en Hoyo de Manzanares, donde uno tenía que llevar su propia silla si no querías estar sentado en el suelo, ¡¡esto sí es categoría!!, y para ver La Cosa de John Carpenter, además, allá por el año 1984.
Ahora, bien entrado en los cuarenta y muchos, sigo disfrutando, siempre que puedo, de este estupendo entretenimiento, en alguna sesión nostálgica, entre lo escaso de la oferta que hay de este tipo de eventos.
Eso sí, con mi bocata y mi bebida de lata, como Dios manda. O Billy Wilder, que ya dijo Fernando Trueba.
Gracias Julio por devolvernos todos esos maravillosos recuerdos, con un cine de verano improvisado contra el blanco de un gran deposito de agua municipal, eres grande.
ResponderEliminarNo solemos darnos cuenta de cómo cambian las cosas y nos quejamos ante cualquier pequeña contrariedad. Yo misma he puesto el grito en el cielo por la temperatura de una sala de cine o por la cola en el puesto de palomitas... De vez en cuando hay que recordar cómo eran las cosas no hace tanto tiempo y sonreír. Un abrazo
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